ha encargado a su llave-
ro que os pida un confesor.
En un tris estuvo que Bertaudiere no cayese por tierra.
Aramis desdeñó el sosegarlo, como desdeñara el asustarlo.
--¿Qué respondo? --prosiguió Baiseméaux.
--Lo que os guste --dijo Aramis. --Por ventura soy yo el gobernador de la Bastilla?
--Decid al preso que se proveerá --exclamó el gobernador volviéndose
hacia el sargento y despidiéndo-
le con una seña. Luego añadió: --¡Ah! monseñor,
monseñor, ¿cómo pude sospechar... prever...?
--¿Quién os decía que sospecharais, ni quien os rogaba
que previerais? --replicó Aramis con desapego.
--La orden no sospecha, sabe y prevé: ¿no basta eso?
--¿Qué ordenáis? --dijo el gobernador.
--Nada. No soy más que un pobre sacerdote, un simple confesor. ¿Me
mandáis que vaya a visitar a vues-
tro enfermo?
--No os lo mando, monseñor, os lo ruego.
--Acompañadme, pues.
EL PRESO
Después de la singular transformación de Aramis en confesor de
la compañía, Baisemeaux dejó de ser el
mismo hombre. Hasta entonces Herblay había sido para el gobernador un
pre lado a quien debía respeto, un
amigo a quien le ligaba la gratitud; pero desde la revelación que acababa
de trastornarle todas las ideas,
Aramis fue el jefe, y él un inferior.
Baisemeaux encendió por su propia mano un farol, llamó al carcelero,
y se puso al las órdenes de Ara-
mis.
El cual se limitó a hacer con la cabeza un ademán que quería
decir: Está bien, y con la mano una seña
que significaba: Marchad delante.
Baisemeaux echó a andar, y Aramis le siguió.
La noche estaba estrellada; las pisadas de los tres hombres resonaban en las
baldosas de las azoteas, y el
retentín de las llaves que, colgadas del cinto, llevaba el llavero subía
hasta los pisos de las torres como para
recordar a los presos que no estaba en sus manos recobrar la libertad.
Así llegaron al pie de la Bertaudiere los tres, y, silenciosamente, subieron
hasta el segundo piso, Baise-
meaux, si bien obedecía, no lo hacía con gran solicitud, ni mucho
menos.
Por fin llegaron a la puerta, y el llavero abrió inmediatamente.
--No está escrito que el gobernador oiga la confesión del preso
--dijo Aramis cerrando el paso al Bai-
semeaux, en el acto de ir a entrar aquél en el calabozo.
Baisemeaux se inclinó y dejó pasar a Aramis, que tomó el
farol de manos del llavero y entró; luego hizo
una seña para que tras él cerraran la puerta.
Herblay permaneció por un instante en pie y con el oído atento,
escuchando si Baisemeaux y el llavero se
alejaban; luego, cuando estuvo seguro de que aquéllos habían salido
de la torre, dejó el farol en la mesa y
miró a todas partes.
En una cama de sarga verde, exactamente igual a las demás camas de la
Bastilla, aunque más nueva, y
bajo amplias y medio corridas colgaduras, descansaba el joven con quien ya hemos
hecho hablar una vez a
Herblay.
Según el uso de la prisión, el cautivo estaba sin luz desde el
toque de queda, en lo cual se echa de ver de
cuántos miramientos gozaba el preso, pues tenía el privilegio
de conservar la vela encendida hasta el mo-
mento que va dicho.
Junto a la cama había un sillón de baqueta, y, en él, ropas
flamantes; arrimada a la ventana, se veía una
mesita sin libros ni recado de escribir, pero cubierta de platos, que en lo
llenos demostraban que el preso
había probado apenas su última comida.
Aramis vio, tendido en la cama y en posición supina, al joven, que tenía
el rostro escondido en parte por
los brazos.
La llegada del visitador no hizo cambiar de postura al preso, que esperaba o
dormía.
Aramis encendió la vela con ayuda del farol, apartó con cuidado
el sillón y se acercó al la cama con
muestras visibles de interés y de respeto.
--¿Qué quieren de mí? --preguntó el joven levantando
la cabeza.
--¿No habéis pedido un confesor?
--Sí.
--¿Porque estáis enfermo?
--Sí.
--¿De gravedad?
--Gracias --repuso el joven fijando en Aramis una mirada penetrante. Y tras
un instante de silencio,
agregó: Ya os he visto otra vez.
Aramis hizo una reverencia. Indudablemente el examen que acababa de hacer al
preso, aquella revelación
de su carácter frío, astuto y dominador, impreso en la fisonomía
del obispo de Vannes, era poco tranquili-
zador en la situación del joven, pues añadió:
--Estoy mejor.
--¿Así pues?... --preguntó Aramis.
--Siguiendo mejor, me parece que no tengo necesidad de confesarme.